domingo, 18 de febrero de 2007

MI SEMANA QUE TERMINA

Ha pasado una semana más que podía haber sido una de tantas, de hecho, lo ha sido pero ha tenido sustancia buena y mala, mala y buena, al fin y al cabo, sustancia, que ya es. Hay veces que pienso, virgencita, virgencita, que me quede como estoy, pero siempre es mejor avanzar, equivocarse, aprender de los errores, seguir y seguir con la mochila de experiencias. Qué bueno es ser un libro escrito con hojas en blanco dispuestas a reflejar nuevas vivencias.

Aparentemente el martes tuve un día normal, incluso podríamos decir que mejor que la media habitual porque no estuve en la oficina. Me fui de gestiones varias fuera de Madrid, así que el día se me pasó mucho más rápido. El día anterior estaba un poco revuelta porque a mi periplo por Castilla y León iba a ir acompañada. Me gusta ir en el coche sola con la música alta, así que este requisito indispensable para mi relajación y evasión mental no se iba a cumplir. Cuando vas con un compañero de trabajo, hay que hablar. Se pueden comentar miles de cosas, y cuando la relación es cordial, la situación es más distendida. Muchas de las conversaciones que tuvimos estaban relacionadas con el trabajo, con el entorno, con nuestros compañeros. El día fue pasando entre kilómetros, lluvia, organismos públicos y una extraña calma que se vive cuando pasas un día con alguien por obligación. Mi acompañante era una de esas personas que tienen habilidades crueles, dan donde duele sigilosamente... Te intentan dejar un hematoma en el alma, y así lo hizo mandándome unos cuantos dardos envenenados: Me dio en mi cada vez menos vulnerable autoestima laboral. Y no estoy enfadada con él por su golpe bajo y rastrero, estoy enrabietada conmigo por no defenderme, por dar la callada por respuesta, por dar por buenos sus dañinos comentarios. Por desgracia no es la primera vez que lo hace y, por supuesto, no será la última.

Y llegué a casa y se me venían inconscientemente todas las perlas que me había dicho, y me iba haciendo pequeñita, y más lo pensaba y más pequeñita, hasta que me convertí en Pulgarcito y vi mi existencia como un devenir de la nada por unas horas hasta que me pusieron en mi sitio, y volví a crecer a mi estado natural. No escribiría esto si no fuera vinculante, pero no sé por qué pero no voy a volver a quedarme callada, no voy a darle ese gustazo a alguien que ataca a los demás para complacer sus miserias, sus complejos; con su ir y venir del pasado, recordando cualquier tiempo que fue mejor que este y con el consuelo de una de sus frases típicas, "paciencia y barajar", que engloba una lenta espera de cinco años para la jubilación. Está claro que al cambiar el punto de vista, este personajillo lo único que me inspira es lástima y un poco de compasión para que este periodo de tiempo se le haga todo lo breve o todo lo interminable que se merece.

Y la semana continuó sin demasiado trabajo y como consecuencia, menos ganas de trabajar. Estas situaciones son un enemigo letal para la mente, y no digamos para la mía que ya, por su propia naturaleza, está predispuesta a propiciar diarrea cerebral. Este tipo de situaciones hacen que me vuelque en las cosas más inverosímiles y que me afecten tonterías elevadas a la enésima potencia de forma incontrolada. Y llegó el momento que la tontería X se me fue de las manos y mi universo entero se centró en la redacción de unos mails sin contenido aparente y en la espera de las ansiadas respuestas. Y a tal extremo llegó mi nueva ocupación enfermiza que el viernes a las 14:30, ese momento en el que salgo de la oficina y casi se me saltan las lágrimas de alegría de pensar que no tengo que volver hasta el lunes, se vio nublado por aquella situación tediosa. Incluso estuve el viernes por la tarde del mal humor, que ni ir a dar unas bolas y comer fuera de casa consiguió que menguara mi enfado con el mundo.

Todavía el sábado por la mañana tenía resaca de malas pulgas. Buf... pero me planté, no podía dar más tregua a mi gilipollez y cambié el chip (que cosa tan sencilla y tan complicada a la vez). Y el sábado tomó el color que se merecía a pesar de vivir un febrero en economía de guerra, que dicho sea de paso, nos hizo optar por cenar en casa de una amiga. Quedamos a las nueve y media, requisito que cumplí con puntualidad enfermiza, aunque no con el margen al que las tengo acostumbradas, que los cortes de tráfico por el desfile de carnavales hizo que clavara las uñas en el volante en más de una ocasión. La cena estuvo como todas las cenas que tenemos, con conversaciones graciosas, distendidas, desenfadadas. Y luego nos fuimos a tomar algo, pero no, no voy a contar nuestras cenas y salidas porque es un tema digno de tratar aparte. Entonces, os lo contaré otro día.

Y llega el domingo con resaca marlboriana. Termina la semana y estamos a punto de comenzar otra que nos traerá nuevas situaciones a resolver, que dará casi carpetazo al feo febrero y nos pondrá mucho más cerca de marzo, de la primavera, de la Semana Santa, de los días con más luz, de la lluvia que no molesta, del despoje de la ropa de invierno, de las cañitas en las terrazas, de mis treinta y cuatro.

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