domingo, 7 de diciembre de 2008

VAN ONCE DÍAS

Era un día de verano caluroso y estaba en la terraza con mi prima mientras que ella se fumaba un cigarro. Se fue un momento y dejó en mi poder el pitillo encendido y no pude resistirme a la tentación de probar a qué sabía aquello. El gusto no fue nada agradable, me supo a madera y pensé que no era para mí.

Años después, con diecisiete, volví a tontear y creé el hábito social. Me convertí en fumadora de amigos y de noche hasta que me fui con unos amigos de fin de semana al festival de cine de San Sebastián, y nos lo fumamos todo, así que en el viaje de vuelta decidimos hacer el suicidio colectivo de dejar de fumar. Cuál fue mi sorpresa que yo fui la única que me lo tomé en serio aunque lo hice sin ganas, pero lo hice.

Y pasaron cuatro años con sus bodas, sus nocheviejas, sus copas, sus cenas y lo superé todo con sobresaliente, hasta que un día decidí fumarme un piti... Y caí, caí sin remedio, abocada al vicio como nunca lo había tenido. Dejé lo que había sido tiempo atrás, mera fumadora social, para convertirme en adicta al tabaco, echarme los pitis gustándome... disfrutando de la nicotina.

Y se siguieron sucediendo los años y el tabaco formó parte de mí. Me empezó a gustar de verdad y lo sentí como algo enraizado, de lo que ya no me iba a deshacer nunca. Era consciente de sus pocas virtudes y de sus muchos defectos, pero lo dejé estar; hasta que llegó un día en que mis dientes empezaron a vivir las primeras consecuencias de mi adicción. Por supuesto, puse manos a la obra y solucioné aquello pero me dio que pensar. Luego añadí a mi vida deporte y lo volví a pensar. Y me fumaba un cigarro y lo volvía a pensar.

Demasiados pensamientos y pocos hechos. Lo tenía en la cabeza pero no era capaz de pasarlo a la práctica. Supongo que tenía miedo al fracaso, a no ser capaz de conseguirlo, pero me armé de valor y puse fecha al evento que coincidía con otros asuntos, era el colofón de otros asuntos que se desarrollarían un miércoles. La vida es imprevisible y aquel miércoles no salió como esperaba ni siquiera el martes, con lo que no había que poner la guinda a ningún pastel, ni bueno ni malo, no había pastel. Tenía la excusa, la excusa perfecta para seguir fumando, para buscar otra fecha clave.

Aquel día hice mi rutina laboral y todo lo que implica la misma. Sobre las ocho y unos cuantos minutos llegué a mi bar (cada vez menos secreto). Cipri me puso el café y el vaso de agua. No tenía tabaco pero lo podía comprar. Tuve un sinfín de sentimientos encontrados sobre mi voluntad, sobre lo que era capaz de hacer. No estaba decidiendo si dejaba o no dejaba de fumar, estaba decidiendo si era capaz de dominar las consecuencias de las situaciones pasadas, presentes y futuras de mi propia vida.

Aquel piti que no me fumé me hizo qué pensar. Es el cigarro que más me gustaba con diferencia. Más que el de después de comer, o de cenar, o el que te fumas con una copa. Y había sido capaz de no fumármelo, como iba a ser capaz de tomar otras muchas decisiones.

Llevo sólo diez días pero hay momentos que ya me parece que ha pasado un siglo. Lo he conseguido.