martes, 29 de mayo de 2007

ALGUNAS DE NOSOTRAS Y LONDRES DE ESCENARIO

Cumplir años siempre es bueno. Es un día especial obligado y a mí me encanta. No sé si llegará el día en el que oculte mis años, pero por ahora no me importa nada.

Y qué mejor forma de hacer un día especial más único haciendo algo diferente. Me fui a pasar el fin de semana a Londres con unas amigas. Parecía que la protagonista iba a ser la ciudad, con sus calles, su Támesis, su Big Ben, su lluvia, sus torres, su Buckingham Palace, su guardia real, su underground, sus pounds, sus autobuses, sus cabinas de teléfono, su Hyde Park, su Lady Di...; pero no, los personajes centrales de esta historia somos nosotras.

Viaje organizado tiempo atrás por cuatro amigas y yo, al que se unieron la hermana de una de ellas con otra amiga. Total, siete en London.

Cuatro de nosotras llegamos el viernes por la noche, y ya apuntábamos maneras... Resulta que íbamos advertidas de que en el avión se podía comprar el ticket del tren exprés que nos llevaría al centro de la ciudad, y desde allí podernos mover en metro, pero como estábamos un poco enarboladas, pues ni nos enteramos cuando pasaron las azafatas vendiéndolos. Todo hay que decir que no fue demasiado trastorno el comprarlos luego en taquilla, lo que ya sí que marcó el inicio de nuestro pasar por la vida de despistadas fue el pagar un billete exprés y montarnos en un tren que hacía paradas. Y a pesar de que sabíamos que iba directo (por lo menos yo) y ver que paraba, tampoco le dimos demasiada importancia; realmente estábamos un poco inquietas porque el sitio donde nos sentamos ponía first class, y sabíamos que cuando llegara el revisor, nos iba a echar. Y la sorpresa nos la llevamos, sí, pero cuando nos enteramos de que habíamos pagado por exprés e íbamos en uno normalito. Pero lo peor fue cuando al salir, en vez de apiadarse de nuestra ignorancia y dejarnos olvidar aquel episodio tonto, nos dijeron que para salir teníamos que comprar el barato y luego intentar que nos devolvieran el exprés. Total, que sin haber hecho absolutamente nada ya nos habíamos gastado más de cincuenta euros.

El sábado nos levantamos prontito, aunque no conseguimos arrancar a una hora proporcional a nuestras intenciones por problemas varios que ralentizaron todo. Decidí no mirar la hora porque sabía que cada minuto perdido se me iba a clavar en mi mente a fuego y luego podría tener repercusiones negativas en mi actitud. El caso es que es algo que normalmente no puedo controlar, pero sí que pude, así que fue muy bienvenido por mi parte, claro, que el resto no sé si se dio cuenta.

Otra cosa que me sorprendió es que pasamos al lado de Big Ben, que me hacía mucha ilusión ver, ¡y no me di cuenta! ¿En qué estaría yo pensando? ¡No lo sé! Menos mal que fue en un espacio breve de tiempo cuando volví a enfatizar sobre mi interés y fue cuando me dijeron, ¿estás de coña? ¡Si lo hemos visto hace un rato! ¡Y hasta habían hecho fotos!

Nos acercamos al Buckingham Palace y ya nos fuimos de compras después de comer algo. Oxford Street tampoco era especialmente llamativa, era como una Gran Vía pero con menos encanto. A ellas les parecía lo mismo hasta que pasamos por Boots. Tengo que decir que enloquecieron, pero de verdad, aunque fuera transitoriamente. Es una cadena de cosméticos o algo así. Vivimos una situación en el que yo fui consciente de aquella nube a la que se subieron. En su retina, en vez de aparecer el símbolo del dólar como en los dibujos animados, eran cremas lo que tenían, cremas y más cremas. Yo me dediqué a entrar y salir para hacer tiempo. Y cada vez que volvía a entrar, tenían más cremas entre sus manos: una limpiadora, hidratante de día, de noche, contorno de ojos y mil cosas que desconozco. Cuando parecía que estaba todo más o menos claro, se dieron cuenta que había un 3 por 2, así que se pusieron a estructurar sus cremas otra vez. Agotador, agotador... Más de una hora dentro de Boots. Aquello me pareció increíble. Pero más increíble era la raíz del interés por esa cadena de tiendas. Resulta que había una crema milagrosa que era la que iban buscando pero estaba agotada. Por lo visto, la reponían por la mañana y se acababa en un abrir y cerrar de ojos.

Parecía que el episodio "cremil" había finalizado, pero no, pasamos por otra tienda de la misma cadena y ahí fue Belén de avanzadilla para ver si había el producto milagroso. Salió con tensión en la cara y los ojos bien abiertos y dijo: Nos venden una para cada una. Y a mí, que me dan igual esas cosas, pensé, bueno, la compraré, si es milagrosa... El caso es que cuando llegamos ya no quedaban para todas. Sólo había dos, una se la quedó directamente la que conocía aquel mejunje y la otra se sorteó. Me salí fuera y no me enteré muy bien de aquello, y cuando volví me habían excluido del sorteo, pero me quedé con el premio de consolación, una muestra de la crema milagrosa con un pack de productos de belleza que creo que voy a devolver porque no lo valoro y la que me lo cedió, sí.

El diluvio universal nos llevó en el Covert Garden, y como pasó en el Boots, aquí había una tienda en la que yo me sumé a la enajenación. A mí las cremas me dan igual, pero los cosas que no sirven para nada de colores llamativos, me vuelven loca. Hombre, que no sirvan para nada es una exageración, me refiero a que son cosas que no necesito, como por ejemplo un bolso de charol con forma de regadera, un mechero con forma de pez y un cenicero de colores.

Con esto, había entrado al club de las compradoras compulsivas. Y no es que me tuvieran que dar la bienvenida ni nada por el estilo. Todas sabíamos que era cuestión de tiempo el que yo comprara... Tiempo... Tiempo... Cuánto implica.

Por la noche quedamos a cenar con oriundos del lugar, pero no me voy a poner a explicar la conexión, que la había. Los ingleses son de otra pasta, pero si nos ponemos a pensar, cada país tiene su cultura y siempre choca ver cosas diferentes. Es gente correcta elevado a la enésima potencia, son extremadamente educados; pero a parte de sus formas, allí es muy importante el acento. Es algo que aquí no tomamos en cuenta excepto para distinguir de qué zona de España es una persona, aunque tengo que decir que si el acento es muy cerrado, sí que puede demostrar una clase cultural más baja. Allí, el acento inglés perfecto quiere decir educación exquisita en colegio de pago.

La noche no dio mucho más, que el cuerpo no es de goma, y diecisiete horas de turista militante no es fácil de aguantar ni para nosotras, ni aunque nos hubieran puesto más tiendas de cremas, de accesorios y de ropa, creo que no habríamos podido... pero no estoy muy segura.

El domingo era nuestro último día, así que nos fuimos a Spitafield Market a gastar más pounds, y la verdad es que para eso tenemos buena habilidad. Allí nos mimetizamos de tal forma que a todas nos gustaban las mismas cosas, y acabamos comprando casi todo igual.

Y a partir de ahí, creo que las compras nos absorbieron la inteligencia de la que presumimos como mujeres del siglo XXI que somos. Decidimos qué hacer hasta la hora que salía nuestro vuelo y calculamos el tiempo que tardaríamos en llegar al aeropuerto y el que debíamos permanecer allí. Quedábamos cuatro, las cuatro que habíamos venido en el mismo vuelo, las cuatro del billete exprés. No sé muy bien qué pasó pero nuestros cálculos fueron nefastos. Y vale que una se despiste, dos... tres... pero las cuatro!!!! Y oye, que nada, y nada "renada"! Nuestro planning fue realmente lamentable.

Comimos algo rápido y decidimos ir al Soho. Por supuesto, no sin antes entrar en alguna tienda. Ya en este punto éramos más conscientes de que no nos podíamos eternizar en ellas, pero aún así, hicimos más de una parada técnica con sus correspondientes compras. Acabamos tomándonos un café en un starbucks que encima tampoco nos apetecía especialmente. Salimos y yo decidí comprar una bolsa que ya se habían comprado Milita y Laurix. Pregunté que si teníamos tiempo (la verdad es que podía haber hecho la pertinente comprobación, pero creo que inconscientemente me resultaba más cómodo hacer una pregunta retórica).

De vuelta al hotel para coger las maletas nos empezamos a dar cuenta por un momento de lucidez de Laurix de que íbamos a perder el avión. Pero yo, la verdad, es que todavía no lo veía claro, aunque no tardamos mucho en ver la nitidez con la que apuntaba nuestro inminente desastre de organización. A pesar de la tensión, estuvimos decidiendo a qué ciudad europea iríamos a hacer nuestras próximas compras y de paso, hacer un poquito de turismo (jijijijijiji). Barajamos Edimburgo, Amsterdam o Roma para el otoño.

Ya en el tren que nos llevaba a Gatwick no nos salían las cuentas "minuteras" ni a tiros. El cuarto de hora que tardó en salir nuestro tren exprés fue letal para nosotros y el tiempo de retraso que este vehículo tiene los domingos parecía haber rematado la faena. Aún así corrimos, corrimos con bolsas, maletas y risa nerviosa entre la gente hasta que llegamos a los mostradores de easyjet. Y dentro de nuestra desesperación, todavía tuvimos tiempo de buscar un mostrador en el que estuviera un hombre, por aquello de que nos parecía más fácil que pasara por alto nuestro retraso. Nos salió el tiro por la culata. Nos dijo: the flight is closed. No nos dimos por vencidas, y cambiamos de mostrador y de táctica, nos pusimos como una mujer que resultó estar un poco empanada y nos dio falsas esperanzas para luego decirnos lo mismo. Lo volvimos a intentar por tercera vez, por aquello de confiar en el refrán que para nuestra desgracia, no se cumplió.

Se nos acabaron las risas y empezamos a vislumbrar la dimensión de nuestra cagada. Durante dos horas o más, estuvimos debatiendo qué coño hacíamos y alguna hasta entró en barrena y se le saltaron las lágrimas.

La opción ganadora fue irnos en el primer vuelo de la mañana (por la noche ya no había más) y buscamos un hotel para pernoctar cerca del aeropuerto. Nuestro despiste no nos salió excesivamente caro, pero la sensación de incompetentes, no nos la podíamos quitar.

Pelillos a la mar, decidimos comprar la cena en el aeropuerto para comérnosla en el hotel, que sabíamos que por el precio, no nos ofertarían demasiado. Y efectivamente, así fue. Un especie de casa a siete minutos en coche del aeropuerto, en la que debajo del nombre del hotel había cinco rombos a modo de estrellas que no sé muy bien qué significaba porque puticlub de categoría no era y hotel glamouroso, tampoco.

La habitación era de esas en las que prefieres no ducharte porque para elegir entre la mierda de los demás y la tuya, indudablemente, te quedas con la tuya. Teníamos hambre y había que montar el picnic y aunque no se podía comer en las habitaciones, nos dio igual. Lo hicimos en la cama de matrimonio, que las dos literas no eran demasiado apropiadas. Utilizamos dos toallas de mantel y ahí que nos pusimos a comer. Habían comprado en Madrid unos platos de cartón de estos de happy birthday, y qué momento fue aquel... Volvimos a celebrar el cumpleaños y nos dio igual haber perdido el avión, nos reímos de nuestra incompetencia y nos hicimos unas fotos para no olvidar el momento aunque creo permanecerá en nuestra retina.

Al día siguiente sólo teníamos que pasar nuestros cuerpos serranos por los controles, porque el día anterior habíamos facturado. Como teníamos tiempo, nos tomamos el desayuno en una cafetería de la terminal hasta que una se acercó a las pantallas y vio que en nuestro vuelo ponía closing gate. Me da ya vergüenza contarlo, pero tardamos un rato en procesar la información hasta que decidimos levantarnos con el desayuno puesto y buscar nuestra gate. Fue como si estuviéramos calentando... empezamos andando rápido hasta que nos pusimos a correr, claro. Nos potenciábamos y transmitíamos el miedo a perder el avión y conforme íbamos corriendo nos íbamos despojando de nuestro desayuno: primero el café, luego los cereales con leche mientras que se oían comentarios de... ¡No podemos perder otro avión! ¡No nos puede estar pasando esto! Y cuando llegamos a nuestra puñetera gate, ni siquiera estaban embarcando los pasajeros. Lo primero que se nos vino a la cabeza fue todo aquello que habíamos tirado en la carrera. También tuvimos la vivencia de poder haber perdido otro avión y aquello ya no hubiera tenido nombre ni hubiera sido gracioso.

Cuántas veces hemos pensado que determinadas cosas no nos ocurrirían jamás, pues ocurren, claro que ocurren. La celebración gitana de mis 34 no la olvidaremos en la vida.

viernes, 25 de mayo de 2007

PARCHÍS CHIS CHIS

Veinticinco de mayo de mil novecientos setenta y tres. Ya van treinta y cuatro primaveras, y las que quedan...

Una felicitación con un video de youtube (http://www.youtube.com/watch?v=l_yjdPPQFI0) me ha hecho ver los años que han pasado: Parchís, Enrique y Ana, la abeja Maya, la Masa, David el gnomo, Heidi, Marco, Comando G; las Nacys, las Barriguitas, los geyperman; jugar a la goma, a la comba, al rescate, al fútbol, a las chapas, a las canicas; correr sin pensar en el esfuerzo, no decir palabrotas, no pensar en el sexo, creer en los Reyes Magos (porque en nuestra época existieron de verdad). Y lo disfrutamos todo, pero bien "requetebien", hasta el cine de las sábanas blancas, hasta cuando nos metían en la cama cuando todavía era de día, hasta cuando no nos dejaban hacer lo que queríamos... Fuimos niños felices y ahora adultos felices, que todo continúa.

Los cumples son especiales, por lo menos a mí me lo parecen.

Gracias a todos los que os habéis acordado de mí.

miércoles, 16 de mayo de 2007

R.I.P.

A partir de ahora mandarás mails a mi espíritu, si me quieres contestar, claro... que no sé de ti desde tiempos inmemoriales. ¿Tú estás fiambre también, no? ¡Qué movida más tocha! ¿Y qué te pasó a ti? Porque yo morí de una forma muy tonta.

Verás, me fui al zoo, que hacía 1.500 años que no iba. Decidí celebrar con todos los animalitos que me había independizado, y a mí, que siempre me han apasionado los hipopótamos, pues no pude evitar la llamada de la selva, y por un momento pensé que me había convertido en una hipopótama con una cancán rosa y que era ágil como una pluma, así que levité por encima de la valla! Luego no me acuerdo de mucho más, pero San Pedro me dijo que me había pisado la inmensidad del bicho... (ya no me gustan tanto los hipopótamos).


Sorprendido, ¿eh? Sí, sí, el mismito San Pedro estaba allí esperándome con las llaves. Y más sorprendido, ¿eh? ¡Que lo sé! Que pensabas que iba a ir al infierno, pues no, que en vida fui una persona de categoría y por eso me estaba esperando San Pedro (me he enterado que si has hecho la puñeta al prójimo te va a buscar Judas, y por lo visto impresiona mucho....).

Te preguntarás como sé lo tuyo, pues ya sabes, que esto es igual que aquello, y que me lo contó San Pedro, pero no me quiso decir más; así que estoy con toda la intriga.

¿Qué tal tu nube? La mía es fantástica. Estoy en la Avenida del Sol de Primavera. Oye, y yo sufriendo en vida y cruzando los dedos para que me tocara una vivienda en alquiler con opción de compra en Parla, y resulta que aquí te la dan gratis, amueblada y nueva.

Aunque me estoy dando cuenta de que a lo mejor tú no tienes nube... Es que... Creo recordar que me dijo San Pedro que el más allá es como te lo imaginabas cuando eras pequeño, y qué tío, que yo la primera vez que monté en avión busqué a Dios entre las nubes y el mangarrán se acordaba. Así que mi casita es una nube, pero me encanta (¡toda mullidita y no se mancha!). Como no me imaginé nada más (menos mal) tengo todo de última tecnología, porque me contó mi vecina que un amigo suyo se imaginaba todo muy arcaico y por lo visto su casa es una reproducción exacta de las Cuevas de Altamira, y pasa un frío del diablo (tiene la humedad en los huesos todo el día).

Bueno, cuando quieras quedamos y nos tomamos un café celestial.

Besos desde el otro barrio, tu barrio.

Lucía.

lunes, 7 de mayo de 2007

MAREA NARANJA


El deporte nunca me ha apasionado especialmente. Recuerdo en el instituto cuando teníamos que hacer la prueba de los doce minutos. Consistía en correr esos minutillos insignificantes y hacer mejor marca que el año anterior. Pero eso no me lo dijeron el primer año, así que cuando corrí, me dejé el higadillo... Y como consecuencia, me lo tuve que dejar en los años posteriores para superar mi irrisoria marca, que era requisito indispensable para aprobar. La sensación era muy desagradable: sentías como se te abrían los pulmones, las piernas te flojeaban y no podía más, pero literal. Una vez que el profesor te decía que ya había pasado el maléfico tiempo, caía rendida sin poderme mover. Él siempre decía que no paráramos y yo pensaba, sí, claro, si tuvieras tú mi malestar, ya veríamos qué hacías. Pero es que por aquel entonces no entraba en mi cabeza el concepto de entrenar, y aunque él intentaba durante todo el año que corriéramos en clase veinte minutos, en el momento que se despistaba, parábamos. Es como si nuestro cerebro no conectara el beneficio de entrenar con el resultado de la prueba.

Y así terminé tercero de B.U.P. e igual que otras afirmaciones tajantes y absurdas que tomé como consecuencia de la juventud, ahí me juré que no volvería a correr más, que no volvería a tener aquella sensación de no poder más. Pero una vez más la vida te enseña que todo es relativo y depende de color del cristal con que se mire, y que es mucho mejor no creer que existen verdades absolutas porque luego se vuelven contra ti.

Hace unos cuantos años volví a correr y tuve la misma sensación horrible. No sé muy bien qué me llevó a tomar esa decisión, pero debe ser que no estaba muy convencida porque creo que lo hice durante una semana. También es cierto que el entorno hacía mucho, ya que decidí dar vueltas a un campo de futbito, y aquello fue un soberano coñazo que me recordaba a mi odiada prueba.

He tenido aparcado este deporte hasta hace poco más de un mes. Coincidí en Semana Santa con gente que corría. Hablaban de aquello como algo que enganchaba y de sus innumerables beneficios, y yo que en algunas cosas soy un poco rápida en tomar decisiones, esa misma tarde me fui a comprar unas zapatillas, que por lo visto era un requisito indispensable. Hombre... yo ya lo sabía, pero nunca me atreví a tomar la decisión porque para mí, eso de la estética, es importante, y yo no había visto en mi vida unas zapatillas de correr bonitas. Y ahí que me fue a El Corte Inglés y me planté delante de las zapatillas de correr de mujer. Fue un momento un tanto peliagudo para mí porque mi misión era comprarme las menos feas, ya que el temita no daba para más. Y la verdad es que gastarte el dinero en algo que no te gusta, escuece... escuece mucho. Como mi decisión de empezar a correr había sido rápida, tampoco quise pensar mucho la adquisición de mis "zapas chungas de bacala".

Creo recordar que esa misma tarde o a la sumo, al día siguiente, las estrené. Tengo que decir que el entorno ayudó bastante, que estaba en la playa con un día soleado. Corrimos media hora con series de tres-tres, es decir, tres minutos corriendo, tres andando. El resultado fue bastante satisfactorio y me picó el gusanillo. Entonces, cuando llegué a Madrid, lo hice también por el Retiro, y poco a poco fui disminuyendo los minutos andados y aumentando los minutos corridos hasta la semana pasada que salté al vacío y corrí durante tres cuartos de hora. La verdad es que acabé un poco destrozadita, pero lo tenía que hacer, que me había inscrito para la carrera de la mujer que eran cinco kilómetros por el Retiro y me quedaba una semana.

Y llegó el día, y allí estábamos, fui con mi madre, mi hermana y una amiga. Nos enfundamos la camiseta naranja con nuestro dorsal de papel enganchado con alfileres (ya, ya... nada glamouroso) y nos pusimos en la salida, bueno, un poco lejos que éramos once mil quinientas y tampoco teníamos intención de ganar; nuestro lema era lo importante es participar y pasarlo bien. Y eso fue lo que hicimos. Fuimos a un ritmo lento pero constante, con lo que disfrutamos mucho. La gente te animaba y te sentías importante.

El perfil, ni que decir tiene, que era femenino, aunque había algún infiltrado, y el abanico de edades era de lo más amplio, desde bebés en sillas hasta abuelitas, pero abuelitas abuelitas. Fuimos pasando las señales de cada kilómetro recorrido y cada vez que llegábamos a cada punto que indicaba un kilómetro más, había una explosión de alegría. Y tengo que decir, que no se me hizo nada pesada y que como íbamos a un ritmo suave, podría haber corrido más, pero no hacía falta, que ya llegamos a la meta. Levantamos los brazos como si fuéramos ganadoras, porque para nosotras lo éramos. Lejos quedaba ya mi prueba de los doce minutos y mis sensaciones de no poder más.

La pena fue la organización cuando llegamos. Aquello fue tremendo. Éramos como borregos enjaulados entre vallas haciendo cola para recibir nuestro kit de recompensa. Seguro que se podría haber andado perfectamente por nuestras cabezas. Estuvimos esperando mucho tiempo, no sé decir exactamente cuánto porque no llevaba reloj, pero tuvieron que ser como mínimo cuarenta y cinco minutos. La gente se empezaba a poner nerviosa y empezaba a haber empujones. Como no veíamos nada, la marea naranja nos llevó a una parte donde estaban las bolsas en cajas pero sin nadie que las repartiera, así que el lema era "coge tu bolsa y sálvese quien pueda", y así hicimos para conseguir salir de aquel asfixie. Nos comimos un plátano que supo a gloria con una botellita de agua y luego hice algo nada deportista, me fumé un cigarrito que también me supo riquísimo.

La fiesta continuaba y allí estuvimos un rato más haciendo aerobic, pero la ingente masa no te dejaba hacer movimientos amplios como pretendía el animador, así que decidimos irnos a casita a descansar.

En fin, que creo que me he enganchado un poquito. Correré el fin de semana que viene y el siguiente y el siguiente y llegaré a la San Silvestre, que me han contado que es igual de divertida pero con mucha más gente. ¿Os animáis?

viernes, 4 de mayo de 2007

¿NO BEBERÉ DE ESTE AGUA?

Hay recuerdos que permanecen a fuego en nuestra mente, y si lo relaciones con lugares que no cambian, es más intensa la sensación de volver a ellos y sin hacer ningún esfuerzo, puedes revivir el pasado.

Esta sensación tomó fuerza en mí, cuando la semana pasada volví a la parroquia de mi barrio. Traspasé el umbral de la puerta y me quité más de veinte años de un plumazo. De repente se me agolparon los recuerdos en mi mente. Parte de mi infancia se labró dentro de los muros de ese humilde edificio. En aquel entonces, como era una niña, dejé que se desarrollaran los acontecimientos como el que ve una película, sin formar parte de ellos...

Me dejé llevar y tomé la comunión sin saber muy bien qué significaba, aunque eso sí, con la curiosidad que da el ser una niña y pensar a qué sabrá eso que llaman el Cuerpo de Cristo, y encima mojarlo en vino, esa bebida de mayores. Claro, después de semejante hecho, tuve la obligación como buena cristiana de volver a la casa del Señor todos los domingos. La novedad duró poco y enseguida se convirtió en un soberano coñazo. Los domingos se convirtieron en un infierno (bueno, un poquito exagerado); llegaba el terrible día y yo sólo pensaba a qué hora pasaría la tortura, podía ser a las once o a las doce y media. Solía preferir las once, pero claro, había que madrugar. Mi preferencia era debida exclusivamente a que había menos gente y me podía sentar, aunque normalmente no llegaba, así que me comía el marronazo de las doce y media. Creo que ahí di pie a esos primeros momentos dedicados a mí, porque yo llegaba y mis oídos se cerraban y me dedicaba a pensar en lo que había hecho en la semana, lo que tenía que hacer la siguiente. Tampoco recuerdo especialmente que me preocupaba, pero a lo sumo sería un control de matemáticas. Recuerdo aquel cura que me resultaba infumable porque hacía su trabajo de mala gana. Yo, tan pequeña y ya percibía como soltaba el rollo sin especial devoción. Supongo que él pensaría mirando mi cara de desconexión cerebral, que vaya mierda de feligreses tenía.

Parece que mi madre, no contenta con el hecho de obligarme a ir a misa los domingos, pensó que me encantaría ser boy scout. Desde luego, era algo que, de primeras, me llamaba la atención. Con este grupo desconocido para mí hasta entonces tuve la misma sensación que cuando vi a Popeye comer espinacas. Un día me puse tan pesada diciendo que quería espinacas que mi madre me las compró por aburrimiento, y en fin, cuando vi esa cosa verde que no tenía la misma tonalidad y textura que en los dibujos animados, no la quise ni probar; yo pensé ¡¡¡qué asco!!! Estas no son las de Popeye. Creo que me las puso también para merendar y para cenar, pero no lo recuerdo muy bien, aunque estoy segura que no me las comí.

De la misma forma, yo llegué el primer sábado por la tarde a mi grupo de scout, y conforme entré en aquella sala, ya quería salir. Yo no estaba dispuesta a relacionarme con gente nueva, no tenía interés en hacer nuevos amigos. Qué pereza me daba. Aún así, fui obligada a ir un año. Entonces ya tenía dos torturas, las de los sábados por la tarde y la de los domingos por la mañana. Esta segunda terminó justo con el verano, que había que ir a un campamento para conseguir el pañuelo de ranger, y ahí ya me planté y dije que no iba, y por causas que en aquel entonces no me planteé y ahora no alcanzo a entender, no fui obligada, aunque me imagino que a mis padres les daría pena que tan pequeña estuviera sola quince días.

Con los años, conseguí plantarme con mi suplicio de los domingos, y basándome en que mi hermano mayor ya no iba ni mi padre tampoco, dije que a mi no me podía obligar. Pero vamos, que fui durante aproximadamente seis años. Y al poco tiempo utilizaron la misma táctica mis dos hermanos pequeños.

Cerré aquel capítulo de mi vida de un portazo, y juré que jamás volvería a esa parroquia. Pero una de las muchas enseñanzas que me ha dado la vida es no hacer afirmaciones tajantes porque antes o después, se vuelven contra ti. Y después de más de quince años de aquella decisión tajante y unilateral, ayer estaba allí. Esta vez no era para ir a misa ni para ser boy scout, sino otra historia diferente: era para impartir mi primera clase a una gitanilla de veintiséis años analfabeta.

En un principio me ofrecí voluntaria para dar clase a adolescentes sin medios económicos y con problemas varios. Pero el hecho cierto es que desde noviembre no he tenido a ninguno. Y la semana pasada se me ofreció este reto. Y de verdad que es un desafío. ¿Cómo explicar a alguien de qué color es el caballo blanco de Santiago? A primera vista está tirado, sí, sí... tirado. Es complicadísimo. Explicar el concepto de blanco no parece especialmente difícil, pero qué pasa cuando la forma de exponerlo hace que suene a chino al tu interlocutor. Pues a mí me paso algo así con Remedios.

Remedios tiene veintiséis años y una sonrisa pura. Es madre de un niño de dos años y está embarazada del siguiente. Me contó que no sabía ni leer escribir y que cuando iba sola, la escribían en un papel la dirección y ella preguntaba una vez en la zona, dónde estaba la calle. Esta situación la producía mucha vergüenza y estaba dispuesta a quitarse ese lastre. Es de esas personas que a pesar de sus limitaciones sociales, quiere aprender, tiene inquietudes

Nunca se me había dado una situación similar, así que me puse a explicarle las vocales. Tenía de base un libro de primaria en el que junto a la “a” había dibujado un árbol; junto a la “e”, una estrella; junto a la “i”, un indio; junto a la “o”, una oveja; y junto a la “u”, un racimo de uvas (aunque para ella eran uvas).

Le hice una pequeña introducción de lo que eran las vocales y consonantes, aunque luego me di cuenta de que aquello la tuvo que sonar a chino. Conforme iba pasando la hora, era cada vez más consciente del nivel cero del que partíamos. Le dije que se tenía que centrar en la primera sílaba porque, por ejemplo, para ella, la “o” de oveja, la vocal era “ve”. Ella me miraba con los ojos bien abiertos, escuchando cada palabra que decía, pero también me di cuenta de que no tenía ni idea de los que era una sílaba, así que cambié y hacía referencia al comienzo de la palabra.

A los quince minutos de estar con estos primeros dibujos, quise pasar a la página siguiente, por aquello de hacerlo más dinámico y ver otros dibujos. Le pregunté y me dijo que no, que estaba bien con los dibujos de esa página y que si no, se haría más lío. Entonces fue cuando intenté ponerme en su lugar, y me imaginé aprendiendo el alfabeto chino y entendí a la perfección que no quisiera dibujos nuevos, primero tenía que relacionarlos solo con los que ya teníamos.

Estuvo escribiendo las vocales en un cuaderno que me recordó a mi niñez, esos que tenían dos rayas juntitas para que se escribieran las letras entre ellas. De esos que ves ahora y te resulta incómodo el pensar en escribir allí, o incluso si escribieras, harías caso omiso de encajar la altura de las palabras en esas dimensiones, porque tu letra es tu letra. Pero para ella, era perfecto porque así cogía el tamaño de las vocales y las escribía todas del mismo tamaño, aunque alguna se le iba a Burgos. No he visto forma más extraña de hacer la "e", le dije que era una letra muy fácil y se la escribí yo para que la repitiera, pero no hubo manera, así que desistí y pensé, ya tendrá tiempo de mejorarla, no me voy a quedar con el detalle.

Las vocales las hacía muy despacio. Al principio pensé en decirle que la “o” era como el cero, para que se aprendiera un número también, pero se me había olvidado que la “o” cuando la aprendes por primera vez, tiene un rabito hacía arriba que pasa por la parta de arriba de la vocal.

Cuando llevábamos cuarenta minutos tuve la sensación de que la salía humo de la cabeza y le pregunté que si estaba cansada y me dijo que no mientras casi se le salían los ojos de las órbitas, como diciéndome con la mirada lo feliz que era por haberla brindado esta oportunidad. Desde luego, me demostró que tenía muchas ganas de aprender aunque no va a ser tarea fácil. Lo bueno es que enseñar a alguien que está dispuesto a poner todo de su parte a toda costa es muy gratificante, y más cuando has tenido un día de trabajo sin trabajo y sales de la oficina con la sensación de haber perdido el tiempo durante todo el día.

Ella se piensa que yo la estoy haciendo un gran favor, pero de lo que no es consciente es que el favor me lo está haciendo ella a mí también, que yo disfruté ayer más que ella, y que me resultó mucho más provechoso e interesante los sesenta minutos en su compañía que mis ocho horas laborales. Algún día se lo explicaré, aunque creo que va a ser como intentar explicarle de nuevo de qué color es el caballo blanco de Santiago.