Cuando era pequeña nunca entendí esas cosas que hablaban los mayores conmigo como si fuera adulta. Quizá me metía de soslayo en conversaciones que no me correspondían y me convertía en testigo de piedra, y en un momento dado, alguno hacía alusión a mi insignificante existencia en esa conversación diciendo, ya lo entenderás cuando seas mayor, y realmente la frase tenía su aquel porque en ese momento yo no entendía ni jota, así que me tuve que conformar con el futuro y con esa promesa de que lo entendería cuando fuera mayor. Tampoco me quitó el sueño esa incógnita por despejar a lo largo de los años, pero poco a poco fue viendo la luz aquella "X". No me extraña que no me lo quisieran explicar, si es que al final los niños tiene que hacer cosas de niños y cuando sean mayores, harán cosas de mayores.
Otro hecho que se me quedó grabado a fuego fue una conversación que mantuve en mi niñez con un adulto. No sé en qué traería causa ni a dónde nos llevó, pero me dijo, "a ver si te vas a creer que yo siempre he tenido esta edad, que yo también he sido niña". Buf... El comentario me dejó huella y lo sigo recordando. Ahí fui consciente de que yo no era el centro del universo, que mi vida era mi eje, pero que antes hubo más, y que las fotos en blanco y negro plasmaron una realidad, la vida de otras personas en las que yo no formé parte en aquel entonces. No lo descubrí en aquel momento, pero ahora sé que a partir de ese momento vi la vida desde otra perspectiva, aunque siguiera siendo una niña, quizá fui algo menos repipi.
Con los años y poco a poco he ido dando cuenta de aquellas conversaciones y encontrándolas un sentido arrollador, y cuanto más tiempo pasa, más cristalina es la respuesta. Ellos, todos los adultos, se referían a la experiencia, y aunque seguro que en algún momento lo dijeron, jamás hubiéramos alcanzado a entenderlo. Claro, que es normal, que nuestra experiencia era saber cómo te sentías después de haber dado cuatro carreras, el asco que te producía comer puré de verduras, el coñazo que suponía ducharte cuando lo divertido era bañarte con todos los juguetes y el enfado que te cogías cuando llegaba el buen tiempo y te tenías que meter en la cama cuando todavía era de día. Esas vivencias eran las únicas que podías extrapolar, y eran tan insignificantes, que lo mejor que podías pensar era que ya te querías hacer mayor, o mucho más fácil, reivindicar que ya eras mayor.
Sin darte cuenta las piezas se van engranando y cada vez tienes una visión más amplia de muchos temas, de la vida. Empiezas a tener capacidad para comparar las situaciones, para rectificar errores, para disfrutar más de todo lo que te rodea. Puedes mirar hacia atrás y acordarte de lo que hiciste hace una año, dos... cinco... nueve... veinte...
Y llega el ansiado fin de semana y el objetivo es muy distinto al de hace diez años. De primeras, el viernes no se es persona. La paliza de toda la semana hace que llegues a casa y sólo pienses en descansar. La opción de salir se da pero hay pocas fuerzas, con lo que si el plan no es muy llamativo, la estancia en el hogar gana muchos puntos, por no decir que parte con una clarísima ventaja todos los santos viernes.
El sábado ya es otra cosa. Se aprovecha más. Hay que añadir que el concepto de fin de semana ha variado bastante. La fiebre del sábado noche se da una vez entre muchas (mentiría si dijera entre un millón), y el caballo ganador es cenar en un buen restaurante y a lo sumo disfrutar del sabor agrio de un gintonic de sobremesa.
Quedó a años luz el Vips, el Gino's y hace tiempo que dimos la bienvenida a los buenos vinos, el saborear un plato nuevo con una buena compañía. ¿Alguien con treinta y tantos lo cambiaría por un bar de copas de música alta y una probabilidad imperiosa de garrafón?
Si el modus operandi es muy diferente, no digamos las conversaciones, pero eso es otra historia.
Disfrutemos del fin de semana entonces...