jueves, 12 de julio de 2007

A2-AEROPUERTO

Es inevitable relacionar situaciones y personas con buenas y malas sensaciones. ¿Y con qué puedo relacionar una carretera? Con viajar. Y si encima es la A2, no me queda otra que se me venga a la mente viajar lejos, lejos de verdad.

Hasta hace tres semanas, cuando cogía la A2 era un sentimiento embriagador. La A2 era viaje de placer, era desconectar, era cambiar el chip, era reír, era fantástico. Y qué curioso que una carretera con tantas connotaciones positivas sea la que me lleve ahora al trabajo.

Todos los días veo aviones. Qué tontería que me impresione algo así, parece de niño pequeño, y es inevitable que se venga la típica imagen de un adulto señalando a un avión y un pequeño retoño con la boca abierta. Pero esos aviones son diminutos y se ven a la lejanía. Yo hablo de aviones que se ven cerca, que despegan o aterrizan. Esa inmensa amalgama de metal que consigue volar. Y no puedo evitar mirarlos y pensar de dónde vendrán o a dónde irán. Todos los días los veo y me gusta, me encanta. Un nuevo trabajo, un nuevo camino.

Claro, que la A2 también tiene sus cosillas, que los aviones van por el cielo, pero los coches van por la carretera y los atascos son infernales. Ilusa de mí, que pensaba que iba a ir en contra del tráfico, y en teoría así es, pero parece ser que somos muchos los que trabajamos en polígonos industriales antes de llegar a Guadalajara. Menos mal que tengo la R2.

¿Y las connotaciones de un polígono industrial en Guadalajara? Negativas, pero hay que aceptar los cambios, que muchas veces tenemos prejuicios tontos. Mucho mejor un polígono industrial a medio construir nada glamouroso que estar en el centro financiero de mis Madriles en un sitio que es un caspón.

Por aquello de empezar con buen pie y manteniendo un espacio privado, desayuno todos los días en una cafetería un poco alejada de mi trabajo, pero dentro del polígono. Está al lado de un taller de coches, bueno, ese es mi concepto, pero me da la sensación de que sólo cambian ruedas. El taller es bastante grande, e incluso tiene un acceso directo a la cafetería, por lo que hay un trato muy directo y el señor de la barra parece uno más, pero en vez de cambiar ruedas, pone cafés.

La primera vez que entré fue el día que fui a la entrevista (necesitaba matar una hora con cafés, pitis y chicles para disimular). La vez siguiente fue para la segunda entrevista e hice la misma operación. La tercera vez fue mi primer día de trabajo, que por miedo a llegar tarde, como no, llegué excesivamente pronto e hice lo propio otra vez. La cuarta, quinta... decidí hacerlo por el buen resultado obtenido. ¿Y por qué no? Será mi bar.

El perfil que acude a mi bar secreto es bastante peculiar. Nada más lejano que el "cutreyupi" que nos podemos encontrar en Castellana, pero también tienen su aquel. Son hombres curtidos, curtidos, eso, en el término más amplio de la palabra. Muchos funcionan con carajillo a las ocho de la mañana, y no sé por qué, pero la verdad es que no me sorprende.

Al cuarto día que llegué, di los buenos días, y sin mediar más palabras con mi interlocutor, me puso un café con leche y un vaso de agua, y desde entones, son las únicas palabras que intercambio con él, junto con las gracias y el hasta luego del final, que el precio es un euro y tampoco se lo pregunto. Se llama Cipri. Es un hombre que me recuerda a Alfredo Landa pero con gafas. Tiene cara de buena persona y me imagino que con más cafés y más días, sabré más de él.

Esta semana he llegado antes, sobre las ocho menos diez. A esa hora el bar está petado de hombres con edades diferentes, hasta hay un niño (debe ser el hijo de la cocinera que ha terminado el cole... se aburre bastante). Todos dispuestos a que den las ocho para ver los encierros, y claro, yo, con ellos. Inconscientemente, formamos un equipo; todos pendientes de la tele, aunque yo miro de refilón la tele por no montar un numerito si pilla un toro a alguien, que para eso soy muy exagerada y no me puedo controlar. Joder! Que grito y no lo puedo evitar, pero claro, tengo que mantener la compostura.

Soy diferente, pero cada vez me observan menos. Tenemos algo en común, desayunamos todos los días en el mismo sitio.

Terminado mi café, mi vaso de agua y mis dos pitis (a veces intento que sea uno, pero no lo suelo conseguir), me dirijo a la oficina, una nave de dos plantas. Comienza mi día. Uno más de muchos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Menudo desgarro en el alma en cada entrada que escribes Meri... Menuda manera tan embriagadora y hasta romántica de contarnos el comienzo de un día de rutina...

Rodolfo Serrano tiene a Tomás como referente tras la barra. Tú comienzas a tener a Cipri. Y los demás os tenemos a los cuatro, como un patrimonio propio de lecciones que calan hondo y se aprenden con firmeza, pero sin aparente esfuerzo...

Los aviones cuyo destino ignoras pasando unos metros por arriba de tu bulliciosa cabeza, el polígono industrial, la cafetería-taller (¿o es al revés...?), la gente trabajadora con manos grasientas que te acompaña viendo los encierros de San Fermín... Acabas de hacer sin demasiados trazos una descripción de realidad cotidiana maravillosa. Y en la que pareces haberte integrado con toda soltura...

Tu unica rareza, si así cabe denominarla, es la virtuosa manera que tienes de contarlo, que tan honrada y noblemente nos refuerza.

En las facultades de Periodismo se invierten muchas horas en debatir la figura del "corresponsal", de esa persona con título de periodista que cambia su hogar para informar de lo que se encuentra en otro destino, siempre con el fin de ser los ojos de los demás en su perspectiva. Y tú, Meri, eres una gran corresponsal de un nuevo hogar laboral que, con sus particularidades, es casi calcado al que tienen tantas y tantas personas.

Por ello, al leerte, uno casi desea que todos los corresponsales ya no informen desde Londres, París o Shangai, sino desde cada zona industrial de las miles que circundan nuestra ciudad. Encontrando así una manera diferente de describirnos la mañana diaria de los que cruzan cerca y fabrican ruedas que luego calzan nuestros vehículos. O de los que fabrican champús con los que luego nos lavamos el pelo. O de los que en un rato hacen 100 peines, o 200 alfileres, o 300 de lo que sea...

Joder Meri, qué placer leerte. Y qué ganas de volar cada noche hasta tu hogar, el que verdaderamente recoge tus sueños y confidencias, para amarrarte a la mesa con candado y no darte la llave hasta que nos brindaras con ese lenguaje tan indestructible y entregado cada una de ellas....

Gracias de nuevo por alimentar corazones y por rellenar estos días tan impropios con historias que tanto reconfortan...

Ana dijo...

Qué gusto volver a leerte.
Ana.