miércoles, 25 de abril de 2007

LA CARA

He tenido la suerte de ser testigo del Amor Verdadero y lo pongo en mayúsculas porque no es para menos. Este fin de semana pasado he ido a Oviedo a una boda, se casaban Marta e Iván, se casaba la hermana de nuestra Laurix.

Ahora que las bodas religiosas cada vez van pasando más a un segundo plano, se agradece todavía más que las bodas civiles sean ceremonias a la carta. Se habla de los novios en primera persona, que no de novios o de unos novios, como suele pasar en las ceremonias religiosas, que en muchas ocasiones (por no decir, todas) da igual quiénes sean los novios, que el coñazo de misa es igual.

Como buena novia, se hizo esperar, pero dimos gracias que no fuera de la forma habitual a la que en ella es costumbre.

Había familiares y amigos que iban a leer para los novios. Y llegó nuestra Laurix con indomable bravío y seguridad, y parecía que se iba arrancar por peteneras pero cuando alcanzó el ansiado momento se le quebró la voz, y no conseguía decir dos frases seguidas porque el contenido de sus palabras tenía tal señorío y poder sobre ella que no era capaz de dominarlo. Se creó una situación extraña con complicada solución, pero espontáneamente aplaudimos para crear un ambiente más distendido; los presentes no sabíamos qué hacer para arroparla porque se volvió a emocionar, y no fue otro hecho que las palabras discretas de su padre lo que le hizo que consiguiera continuar, y entonces fue cuando leyó su particular visión personalizada de los artículos del Código Civil de una forma dulce y cercana, y no podía ser de otra forma, ya que son calificativos que atribuimos fehacientemente a su persona. Desde luego, a mí me parece que transmitió una gran carga emocional, pero tengo que confesar que no soy objetiva, que Laurix es Laurix y a mí me parece que ya su presencia te hace tener buenos sentimientos... casi siempre. Y fuimos, gracias a ellas, testigos visibles del Amor Fraternal Verdadero. Ninguna de las hermanas quiso mirar para nuestro lado, que ahí estábamos unas cuantas invitadas en edad casadera aguantándonos las lágrimas, aunque no fuimos capaces de retenerlas en todo momento.

Y llegaron las emotivas palabras de los novios que lograron hacer el enclave más perfecto aunque parecía imposible estando en Asturias, en un bosque con un sol que también celebraba el enlace.

El resto de los acontecimientos de una boda, suelen ser ya similares: el canapé del aperitivo, el solomillo de la cena, el postre, aunque no el vino, que era muy especial por su calidad y por ser de una persona allegada a la familia. Y luego llega el vals, y se abre la veda para los bailes de todo tipo. Los invitados se sueltan el pelo y se baila hasta que aquello se rompa. También se bebe un poquito más de la cuenta, y mientras sea un poquito, no pasa nada, pero claro, cuando es un muchito, pues la presencia de algunos resulta un pelín incómoda.

Al final lo que hace entrañable una boda son las personas y las relaciones entre ellas. Seguramente algún otro invitado que estuvo en la misma boda le parecería que la novia iba guapa, pero que tampoco era nada del otro mundo, y que se lo pasó bien pero que al final se fue antes de que terminara el sarao porque ya no había nada más que hacer allí. La percepción es, entre otras cosas, lo que nos hace diferentes a las personas. Y esta forma de ver la vida unida con la relación que tengas con los novios, es lo que hace que te traspase la fibra sensible, lo que hace que un hecho sea inolvidable. Fue gratamente embaucador dejarse llevar por esa fragancia de felicidad que evocaba esta pareja.

Es obvio que todas las parejas cuando se casan lo hacen para toda la vida o por lo menos quiero partir de esta premisa. En cualquier caso, hay algunas que lo hacen de verdad, que quieren compartir todo con la otra persona. Y lo que también está claro que no es tarea fácil. Las bases son de lo más sencillas, algo tan elemental como el amor mutuo, respeto hacia el otro y hacia uno mismo, la comprensión, los espacios independientes para poder mantener la esencia de cada uno, el respaldarse recíprocamente, ser afines, compartir alguna afición, dialogar y un largo etcétera que hay que cultivar día a día.

Cuando el amor llega no es algo que digas, ya está, no... hay que cuidarlo durante toda la vida. Realmente, la exaltación de los comienzos hace que vaya todo sobre ruedas. Es una primavera en su máximo esplendor, es pasear por un césped tupido de pequeñas margaritas, es rozar con las manos esos capullos de flor que nacerán fuertes y vigorosos, es ver esa mezcla de colores que te embauca la vista, esos cerezos en flor. Los sentidos se activan de tal manera que todo se vive a flor de piel.

Sin darte cuenta un día recibes en la cara una brisita fresca de verano que te produce una sensación única, algo parecido a ese momento de puesta de sol en la playa cuando paseas descalzo y se mojan los pies con las olas; pasa el tiempo y ya eres consciente de ello. Disfrutas de ese sol que ya no quema que se mezcla con el rugir suave de las olas cuando rompen, de ese olor que tiene la mar, de esa sensación de pisar la arena mojada y sentir cómo se adapta a tus pies al caminar, de ser consciente de que formas parte de la naturaleza...

¿Pero valoraríamos tanto estas sensaciones si lo hiciéramos todos los días? Seguro que no, llegaría un momento en que tendríamos que pensar en que estamos disfrutando, que nos gusta lo que nos está pasando. Y aunque quisiéramos vivir eternamente esas circunstancias, físicamente no es posible, porque llega el otoño y con él, los árboles pierden sus hojas y desaparece esa cálida brisa de verano. Pero ni muchísimo menos es el final sino todo lo contrario, es una evolución necesaria, entonces llegan esas primeras tormentas y ese olor a tierra mojada que se mete en la nariz que resulta tan descriptivo de la nueva situación vivida, que se pasa página y se tienen recuerdos de la primavera y el verano, pero se piensa también "qué bueno es que comience el otoño". Llueve, llueve fuerte y oyes con musicalidad ese agua que llega del cielo y sientes que te gusta esa "monotonía de la lluvia en los cristales". Y se pasea por un bosque lleno de hojas en mil gamas de tonos ocre y la vista se embriaga de todos esos colores y uno no alcanza a pensar que pueda ser cierto que exista tal variedad, pero claro que existe y es otro paso que hay que dar con la misma intensidad que los anteriores, aunque de otra forma.

Y llega el nada triste invierno que se disfruta al lado de una chimenea con un fuego que calienta y unas llamas que hipnotizan. Podemos disfrutar de esa nevada que ha dejado las ramas de los árboles llenas de copos blancos que se amontonan uno sobre otro de una forma mágica. Se pisa esa blanca nieve y oyes como tus pies la comprimen y vas dejando tu huella en el camino. Y luego llegas a casa, al hogar y das rienda suelta a los placeres del paladar, a esa fabada asturiana humeante que produce un festival de sabores en la boca.

Enhorabuena a todos aquellos que podáis decir, sí, esta es mi vida de pareja y también a aquellos que estén dispuestos a no estancarse en ninguna estación.

lunes, 16 de abril de 2007

LA CRUZ

Dicen los expertos que tenemos cuatro pilares en la vida: la familia, la pareja, los amigos y el trabajo. Aventurarme a que cada uno tiene que ocupar un 25% sería una irrealidad. Ahí ya intervienen las vivencias y las preferencias de cada uno, y la verdad es que hablar de estos fríos porcentajes en algo tan personal, parece poco apropiado.

Y nos podemos preguntar, ¿qué pasa si falta uno? Realmente, el problema está tanto si falta uno como si está viciado alguno de ellos.

Mirar la vida de forma positiva hace que la falta de uno de ellos se compense con el resto. El problema radica cuando esa ausencia pesa, entonces, se negativiza todo, y de la misma forma, aunque no exista ese vacío, puede ocurrir algo peor: que se haya colocado a alguien ocupando el hueco... que se haya puesto un relleno ficticio. En el caso de la pareja es un mal letal, es un veneno que consume lentamente corroyendo las entrañas, es la vela que se apaga irremediablemente porque ya no hay mecha, es abrir la puerta a la desilusión, es avinagrarse a uno mismo y mucho peor, a las personas cercanas.

Igual que Julia Roberts en Pretty Woman no eligió ser puta (aunque creo que muchas elegirían ser putas sabiendo ese final...), esas parejas muertas no eligen tampoco el proponerse a pulso un futuro de mierda. Se va sucediendo una cadena de acontecimientos y llega un momento que se encuentran metidos en un pastel tal, que les supone inviable solucionar nada. Pero vamos por pasos...

Cuando llega el amor no avisa, llega y se siente una explosión de felicidad que hace que la fuerza y la capacidad de cada uno se multiplique de forma milagrosa. Se produce una revolución interior que no tiene parangón, uno flota y se siente afortunado, no hay nada especialmente importante en lo que centrarse, aparte de esa persona que te produce tanta felicidad, bueno, si acaso se pide que sea de verdad el sentimiento y que perdure para siempre. Después de este periodo de embobamiento en el que sólo ver su nombre en el móvil cuando suena hace que se te dispare la adrenalina, en el que un lunes llegas a trabajar con una sonrisa tonta, en el que esas horas en su compañía se convierten en minutos; entonces llega la segunda fase, el momento del ajuste y aquí ya se ve si se pueden asentar bases sólidas, se van construyendo sin que los interesados se den especialmente cuenta, va surgiendo sin más. Aquí ya se aterriza un poco en la realidad, uno se vuelve un poquito más crítico y aunque se sigue estando muy feliz a su lado, ya no hay que irse a cenar un martes y acostarse a las tantas porque al día siguiente sí que te va a importar tener sueño, y es más, durante la noche se puede escapar algún que un que otro bostezo. Se intenta adentrar más en la parte que todos no mostramos tan fácilmente, cuentas vivencias que te han marcado, haces cómplice a la otra persona de algunos de tus pensamientos, ya no importa demasiado no dar una imagen perfecta porque se considera que hay cosas más importantes y puedes hasta conocer algún miembro de su familia accidentalmente que te provoca una mezcla de un poquito de nerviosismo con alegría. Poco a poco va surgiendo la complicidad y un día ya te das cuenta de que quieres de verdad (es que eso de amar es muy cursi para mí... está fuera de mi diccionario; sí, sí, ¡son prejuicios lingüísticos!).

Y aquí ya podemos llegar a una bifurcación de peso, a un punto de inflexión en el que se puede permanecer de por vida. Puede ser que comience a haber situaciones que te molesten de verdad, pero hay otras que te compensan, y se decide seguir. Resulta ya cómodo conocerse, tener confianza, planes de futuro, es bueno saber que hay alguien que te apoya, y se piensa en esos momentos con tanta magia del principio y se sabe que los sentimientos evolucionan, que no puedes pasarte el día en una nube, pero eres consciente de que el siguiente paso después de la complicidad no puede ser el aburrimiento, la desidia, el seguir por seguir, la incomunicación, pero se hace caso omiso y se continua con esa típica frase de “es que ya no puedo vivir sin él/ella” o “es que a pesar de todo nos entendemos”, o “prefiero sufrir con él/ella que sufrir solo/a porque el dolor es más intenso”. En este punto la situación es grave, pero empeora salvajemente cuando se pierde el respeto, cuando se insulta, cuando se da donde duele y un día ese dardo envenenado llega tan dentro que ya no se olvida y las discusiones se convierten en recordar hechos del pasado mezclados con los del presente. Y ya está, se ha creado un monstruo de relación, una mala bestia que se alimenta todos los días con desprecios, malas contestaciones, y lo que en un principio se solucionaba y se conseguía una pequeña continuidad de felicidad, ya ha dado un giro de ciento ochenta grados, y uno se conforma sólo con no discutir, con ver la tele sin que le toquen los cojones.

Muy triste es todo, pero todavía puede ser peor, y no lo digo porque pueda haber malos tratos físicos, que una psicóloga especializada en mujeres maltratadas, decía que la mayoría prefería la bofetada al desgaste psicológico. Me refiero a los niños, esas criaturitas que por mucho que diga la Santa Madre Iglesia que nacen con el pecado original, a mí que no me cuenten películas, que son inocentes y tiernos. Esos angelitos celestiales que seguramente sean producto de una pelotera solucionada, o del intentar dar un paso más para unir lo que estaba desunido de base, igual decisión errónea si se llegaron a casar o se fueron a vivir juntos. Y llegan los querubines y van creciendo en un ambiente crispado. Al principio no son conscientes porque los padres lo encubren, pero se transmite en el ambiente, ellos no saben qué pasa pero notan que no hay felicidad, buscan cualquier halo de una sonrisa robada, algo que les pueda dar un poco de tranquilidad a sus pequeñas inquietudes: “¿papá y mamá se quieren?”.

Los angelitos se convierten en niños que contestan, con problemas en el colegio, y les llega la adolescencia con más problemas todavía. A lo mejor estudian y son hombres de provecho profesionalmente, pero no hay duda de que tienen un alto grado de probabilidad de que se enamoren de la persona equivocada. Y se repite la historia.

No puedo evitar que me venga a la cabeza la película el sexto sentido, y no me he vuelto loca, ¡eh!. El niño, en un momento dado, le da a Bruce Willis la pista para que se dé cuenta que él también está muerto, y le dice algo así como: ellos sólo ven lo que quieren ver, no saben que están muertos porque no quieren saberlo; parece que cae en saco roto, pero al final se acuerda de las palabras del niño y se da cuenta que está también muerto. A estas parejas les pasa lo mismo, pueden ver los problemas de los demás, y aunque ven los suyos propios, estos los justifican, piensan que son diferentes, que lo hacen por los niños porque sufrirían más con la separación, que al fin y al cabo su pareja no es tan mala y una lista larga de justificaciones insostenibles.

Y al revés que Bruce Willis, que se da cuenta de que está muerto, hay gente que un día asimila esa información que le ha dado durante tanto tiempo el pilar "familia" o el pilar "amigos" o la fortaleza conseguida por el pilar "trabajo" y de repente descubren que están vivos, que todavía son jóvenes, y si no lo son, que ya han sufrido bastante. Se dan cuenta que aunque dé un poco de vértigo, el resultado merece la pena; que son carreras de fondo que se consiguen y que sólo hace falta asumir el problema con sus dimensiones reales y querer salir de él.

jueves, 12 de abril de 2007

MIS RAÍCES

Irremediablemente hay recuerdos imborrables de la tierna infancia y de la no tan tierna adolescencia que desembocó en la madurez con cierto rechazo a los sitios rutinarios. Y qué lugar más rutinario que el visitado todos los años por obligación debida aunque cada vez con menos asiduidad. Algunos días de esta Semana Santa ya casi olvidada, he ido a esas tierras a las que tanto adoré y más tarde me fueron indiferentes, ambos sentimientos demasiados viscerales sin una base especialmente sólida.

Aquellos veranos en los que nos reuníamos toda la familia, incluidos abuelos, tíos y primos tienen huella de esa que te gusta tener, de esa que te encantaría volver a revivir para poder dar más intensidad a cada momento, a cada hecho insignificante, a cada apagón de velas de esos 21 de julios y 15 de agostos, a esos disfraces, a esas obras de teatro inventadas, a esa devoción por los mayores, a esas lágrimas de cocodrilo sin causa, a esos cursos de natación en los que te pelabas de frío, a esas vomitonas en el coche, a esos cantares cuando te ibas acercando y veías el castillo de Mombeltrán-tran-tran, a esas mañanas en la piscina, a esos días en el puerto con tortilla de patata, a esa subida a la Laguna de Gredos con diluvio universal y granizo de agosto incluido, a esas siestas obligadas que cuando te despertabas sabían a gloria pero que te daban cien patadas porque había cosas mejores que hacer, a esas cenas de huevos con patatas fritas o huevos con besamel, a ese jamón chungo partido en tacos, a esas perrunillas que comía sin especial devoción, a esos gatos que andaban de vez en cuando por la cocina, a aquellas gallinas del corral, a aquel burro y algún que otro caballo que llegaban a la puerta y venían cargados de productos de la tierra, a aquellas misas insufribles y obligadas de sábado por la tarde o domingo en la que hacías de todo menos escuchar al cura que resultaba un coñazo infumable para los niños y los no tan niños, a aquel momento en el que ya estabas listo para ir a la Soledad y salías a la calle y ahí se quedaban con su silla los abuelitos viendo pasar a la gente y los coches, a aquellas tardes de pipas en la citarilla de la Fuente Nueva o en las escuelas, a aquellos bandos oficiales por orden del Señor Alcalde, a aquellas tardes de toros, a aquellos bailes en fiestas, a aquellos concursos de hullahops, a aquellas prohibiciones de no pasar a lo oscuro (era infranqueable la estatua de Pedro de Villagra con su espada amenazante, como si se fuera a chivar a tus padres pero a veces nos daba igual... qué sensación más inquietante hacer caso omiso a las prohibiciones), a esas tardes de columpios y vueltas en el chino en el que podías casi volar, a esos árboles centenarios de la Soledad, a esos recados al estanco para comprar tabaco con toda la solanera, a ese cine de verano de setenta y cinco pesetas y a esas coca colas de veinticinco, a esa frase de "dame la paga", a esas grabaciones sin avisar en cinta de casette en la que nos reíamos de los mayores y teníamos voz de pito, a esas tardes de estudio con la tita Vicenta, a aquellas trastadas secretas de Jorge y de Fernando que incluían tardes de circo con moscas sin alas banderilleadas con espinas de cactus y alguna que otra electrocución, a aquel cuarto de la montaña rusa, a aquella virgen de la Puebla que se ponía con una vela en la cocina de arriba, a aquel murmullo de tardes cuando rezaban el rosario y mirabas eclipsada como pasaban con sus dedos cada vez que decían una frase las cuentas del rosario... Dios te salve María..., a esas preguntas de "¿pos cuándo has venío? ¿y tú de quién ereh?", a esa sensación de estar en la calle con un sol implacable y entrar en casa y sentir un fresquito que producía una situación inigualable, a esos pellizcos en el moflete que te daban cien patadas recibir pero que ojalá se volvieran a repetir, a aquellos rescates y escondites en la Soledad, a aquella plaza de toros desmontable en la Corredera, a aquellas finales de noche en el hostal en una silla en donde bostezabas y tirabas de la manga de tu progenitora suplicando ir a casa, a aquellas tardes de tormenta de agosto jugando a "mientes tú, pues dónde estabas tú", a aquella sensación de entrar por primera vez en una discoteca cuando todavía no tenías la edad, a aquellos finales de verano, a aquellas lágrimas de despedida sin poder evitar que se te viniera a la cabeza la hortera canción del Dúo Dinámico, aquel adiós a los que nunca volverán pero que permanecen impertérritos en nuestros recuerdos.

A Eva, Alfredo, Jorge, Fernando y Ana. A vuestra infancia, a la mía.