lunes, 16 de abril de 2007

LA CRUZ

Dicen los expertos que tenemos cuatro pilares en la vida: la familia, la pareja, los amigos y el trabajo. Aventurarme a que cada uno tiene que ocupar un 25% sería una irrealidad. Ahí ya intervienen las vivencias y las preferencias de cada uno, y la verdad es que hablar de estos fríos porcentajes en algo tan personal, parece poco apropiado.

Y nos podemos preguntar, ¿qué pasa si falta uno? Realmente, el problema está tanto si falta uno como si está viciado alguno de ellos.

Mirar la vida de forma positiva hace que la falta de uno de ellos se compense con el resto. El problema radica cuando esa ausencia pesa, entonces, se negativiza todo, y de la misma forma, aunque no exista ese vacío, puede ocurrir algo peor: que se haya colocado a alguien ocupando el hueco... que se haya puesto un relleno ficticio. En el caso de la pareja es un mal letal, es un veneno que consume lentamente corroyendo las entrañas, es la vela que se apaga irremediablemente porque ya no hay mecha, es abrir la puerta a la desilusión, es avinagrarse a uno mismo y mucho peor, a las personas cercanas.

Igual que Julia Roberts en Pretty Woman no eligió ser puta (aunque creo que muchas elegirían ser putas sabiendo ese final...), esas parejas muertas no eligen tampoco el proponerse a pulso un futuro de mierda. Se va sucediendo una cadena de acontecimientos y llega un momento que se encuentran metidos en un pastel tal, que les supone inviable solucionar nada. Pero vamos por pasos...

Cuando llega el amor no avisa, llega y se siente una explosión de felicidad que hace que la fuerza y la capacidad de cada uno se multiplique de forma milagrosa. Se produce una revolución interior que no tiene parangón, uno flota y se siente afortunado, no hay nada especialmente importante en lo que centrarse, aparte de esa persona que te produce tanta felicidad, bueno, si acaso se pide que sea de verdad el sentimiento y que perdure para siempre. Después de este periodo de embobamiento en el que sólo ver su nombre en el móvil cuando suena hace que se te dispare la adrenalina, en el que un lunes llegas a trabajar con una sonrisa tonta, en el que esas horas en su compañía se convierten en minutos; entonces llega la segunda fase, el momento del ajuste y aquí ya se ve si se pueden asentar bases sólidas, se van construyendo sin que los interesados se den especialmente cuenta, va surgiendo sin más. Aquí ya se aterriza un poco en la realidad, uno se vuelve un poquito más crítico y aunque se sigue estando muy feliz a su lado, ya no hay que irse a cenar un martes y acostarse a las tantas porque al día siguiente sí que te va a importar tener sueño, y es más, durante la noche se puede escapar algún que un que otro bostezo. Se intenta adentrar más en la parte que todos no mostramos tan fácilmente, cuentas vivencias que te han marcado, haces cómplice a la otra persona de algunos de tus pensamientos, ya no importa demasiado no dar una imagen perfecta porque se considera que hay cosas más importantes y puedes hasta conocer algún miembro de su familia accidentalmente que te provoca una mezcla de un poquito de nerviosismo con alegría. Poco a poco va surgiendo la complicidad y un día ya te das cuenta de que quieres de verdad (es que eso de amar es muy cursi para mí... está fuera de mi diccionario; sí, sí, ¡son prejuicios lingüísticos!).

Y aquí ya podemos llegar a una bifurcación de peso, a un punto de inflexión en el que se puede permanecer de por vida. Puede ser que comience a haber situaciones que te molesten de verdad, pero hay otras que te compensan, y se decide seguir. Resulta ya cómodo conocerse, tener confianza, planes de futuro, es bueno saber que hay alguien que te apoya, y se piensa en esos momentos con tanta magia del principio y se sabe que los sentimientos evolucionan, que no puedes pasarte el día en una nube, pero eres consciente de que el siguiente paso después de la complicidad no puede ser el aburrimiento, la desidia, el seguir por seguir, la incomunicación, pero se hace caso omiso y se continua con esa típica frase de “es que ya no puedo vivir sin él/ella” o “es que a pesar de todo nos entendemos”, o “prefiero sufrir con él/ella que sufrir solo/a porque el dolor es más intenso”. En este punto la situación es grave, pero empeora salvajemente cuando se pierde el respeto, cuando se insulta, cuando se da donde duele y un día ese dardo envenenado llega tan dentro que ya no se olvida y las discusiones se convierten en recordar hechos del pasado mezclados con los del presente. Y ya está, se ha creado un monstruo de relación, una mala bestia que se alimenta todos los días con desprecios, malas contestaciones, y lo que en un principio se solucionaba y se conseguía una pequeña continuidad de felicidad, ya ha dado un giro de ciento ochenta grados, y uno se conforma sólo con no discutir, con ver la tele sin que le toquen los cojones.

Muy triste es todo, pero todavía puede ser peor, y no lo digo porque pueda haber malos tratos físicos, que una psicóloga especializada en mujeres maltratadas, decía que la mayoría prefería la bofetada al desgaste psicológico. Me refiero a los niños, esas criaturitas que por mucho que diga la Santa Madre Iglesia que nacen con el pecado original, a mí que no me cuenten películas, que son inocentes y tiernos. Esos angelitos celestiales que seguramente sean producto de una pelotera solucionada, o del intentar dar un paso más para unir lo que estaba desunido de base, igual decisión errónea si se llegaron a casar o se fueron a vivir juntos. Y llegan los querubines y van creciendo en un ambiente crispado. Al principio no son conscientes porque los padres lo encubren, pero se transmite en el ambiente, ellos no saben qué pasa pero notan que no hay felicidad, buscan cualquier halo de una sonrisa robada, algo que les pueda dar un poco de tranquilidad a sus pequeñas inquietudes: “¿papá y mamá se quieren?”.

Los angelitos se convierten en niños que contestan, con problemas en el colegio, y les llega la adolescencia con más problemas todavía. A lo mejor estudian y son hombres de provecho profesionalmente, pero no hay duda de que tienen un alto grado de probabilidad de que se enamoren de la persona equivocada. Y se repite la historia.

No puedo evitar que me venga a la cabeza la película el sexto sentido, y no me he vuelto loca, ¡eh!. El niño, en un momento dado, le da a Bruce Willis la pista para que se dé cuenta que él también está muerto, y le dice algo así como: ellos sólo ven lo que quieren ver, no saben que están muertos porque no quieren saberlo; parece que cae en saco roto, pero al final se acuerda de las palabras del niño y se da cuenta que está también muerto. A estas parejas les pasa lo mismo, pueden ver los problemas de los demás, y aunque ven los suyos propios, estos los justifican, piensan que son diferentes, que lo hacen por los niños porque sufrirían más con la separación, que al fin y al cabo su pareja no es tan mala y una lista larga de justificaciones insostenibles.

Y al revés que Bruce Willis, que se da cuenta de que está muerto, hay gente que un día asimila esa información que le ha dado durante tanto tiempo el pilar "familia" o el pilar "amigos" o la fortaleza conseguida por el pilar "trabajo" y de repente descubren que están vivos, que todavía son jóvenes, y si no lo son, que ya han sufrido bastante. Se dan cuenta que aunque dé un poco de vértigo, el resultado merece la pena; que son carreras de fondo que se consiguen y que sólo hace falta asumir el problema con sus dimensiones reales y querer salir de él.

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