viernes, 4 de mayo de 2007

¿NO BEBERÉ DE ESTE AGUA?

Hay recuerdos que permanecen a fuego en nuestra mente, y si lo relaciones con lugares que no cambian, es más intensa la sensación de volver a ellos y sin hacer ningún esfuerzo, puedes revivir el pasado.

Esta sensación tomó fuerza en mí, cuando la semana pasada volví a la parroquia de mi barrio. Traspasé el umbral de la puerta y me quité más de veinte años de un plumazo. De repente se me agolparon los recuerdos en mi mente. Parte de mi infancia se labró dentro de los muros de ese humilde edificio. En aquel entonces, como era una niña, dejé que se desarrollaran los acontecimientos como el que ve una película, sin formar parte de ellos...

Me dejé llevar y tomé la comunión sin saber muy bien qué significaba, aunque eso sí, con la curiosidad que da el ser una niña y pensar a qué sabrá eso que llaman el Cuerpo de Cristo, y encima mojarlo en vino, esa bebida de mayores. Claro, después de semejante hecho, tuve la obligación como buena cristiana de volver a la casa del Señor todos los domingos. La novedad duró poco y enseguida se convirtió en un soberano coñazo. Los domingos se convirtieron en un infierno (bueno, un poquito exagerado); llegaba el terrible día y yo sólo pensaba a qué hora pasaría la tortura, podía ser a las once o a las doce y media. Solía preferir las once, pero claro, había que madrugar. Mi preferencia era debida exclusivamente a que había menos gente y me podía sentar, aunque normalmente no llegaba, así que me comía el marronazo de las doce y media. Creo que ahí di pie a esos primeros momentos dedicados a mí, porque yo llegaba y mis oídos se cerraban y me dedicaba a pensar en lo que había hecho en la semana, lo que tenía que hacer la siguiente. Tampoco recuerdo especialmente que me preocupaba, pero a lo sumo sería un control de matemáticas. Recuerdo aquel cura que me resultaba infumable porque hacía su trabajo de mala gana. Yo, tan pequeña y ya percibía como soltaba el rollo sin especial devoción. Supongo que él pensaría mirando mi cara de desconexión cerebral, que vaya mierda de feligreses tenía.

Parece que mi madre, no contenta con el hecho de obligarme a ir a misa los domingos, pensó que me encantaría ser boy scout. Desde luego, era algo que, de primeras, me llamaba la atención. Con este grupo desconocido para mí hasta entonces tuve la misma sensación que cuando vi a Popeye comer espinacas. Un día me puse tan pesada diciendo que quería espinacas que mi madre me las compró por aburrimiento, y en fin, cuando vi esa cosa verde que no tenía la misma tonalidad y textura que en los dibujos animados, no la quise ni probar; yo pensé ¡¡¡qué asco!!! Estas no son las de Popeye. Creo que me las puso también para merendar y para cenar, pero no lo recuerdo muy bien, aunque estoy segura que no me las comí.

De la misma forma, yo llegué el primer sábado por la tarde a mi grupo de scout, y conforme entré en aquella sala, ya quería salir. Yo no estaba dispuesta a relacionarme con gente nueva, no tenía interés en hacer nuevos amigos. Qué pereza me daba. Aún así, fui obligada a ir un año. Entonces ya tenía dos torturas, las de los sábados por la tarde y la de los domingos por la mañana. Esta segunda terminó justo con el verano, que había que ir a un campamento para conseguir el pañuelo de ranger, y ahí ya me planté y dije que no iba, y por causas que en aquel entonces no me planteé y ahora no alcanzo a entender, no fui obligada, aunque me imagino que a mis padres les daría pena que tan pequeña estuviera sola quince días.

Con los años, conseguí plantarme con mi suplicio de los domingos, y basándome en que mi hermano mayor ya no iba ni mi padre tampoco, dije que a mi no me podía obligar. Pero vamos, que fui durante aproximadamente seis años. Y al poco tiempo utilizaron la misma táctica mis dos hermanos pequeños.

Cerré aquel capítulo de mi vida de un portazo, y juré que jamás volvería a esa parroquia. Pero una de las muchas enseñanzas que me ha dado la vida es no hacer afirmaciones tajantes porque antes o después, se vuelven contra ti. Y después de más de quince años de aquella decisión tajante y unilateral, ayer estaba allí. Esta vez no era para ir a misa ni para ser boy scout, sino otra historia diferente: era para impartir mi primera clase a una gitanilla de veintiséis años analfabeta.

En un principio me ofrecí voluntaria para dar clase a adolescentes sin medios económicos y con problemas varios. Pero el hecho cierto es que desde noviembre no he tenido a ninguno. Y la semana pasada se me ofreció este reto. Y de verdad que es un desafío. ¿Cómo explicar a alguien de qué color es el caballo blanco de Santiago? A primera vista está tirado, sí, sí... tirado. Es complicadísimo. Explicar el concepto de blanco no parece especialmente difícil, pero qué pasa cuando la forma de exponerlo hace que suene a chino al tu interlocutor. Pues a mí me paso algo así con Remedios.

Remedios tiene veintiséis años y una sonrisa pura. Es madre de un niño de dos años y está embarazada del siguiente. Me contó que no sabía ni leer escribir y que cuando iba sola, la escribían en un papel la dirección y ella preguntaba una vez en la zona, dónde estaba la calle. Esta situación la producía mucha vergüenza y estaba dispuesta a quitarse ese lastre. Es de esas personas que a pesar de sus limitaciones sociales, quiere aprender, tiene inquietudes

Nunca se me había dado una situación similar, así que me puse a explicarle las vocales. Tenía de base un libro de primaria en el que junto a la “a” había dibujado un árbol; junto a la “e”, una estrella; junto a la “i”, un indio; junto a la “o”, una oveja; y junto a la “u”, un racimo de uvas (aunque para ella eran uvas).

Le hice una pequeña introducción de lo que eran las vocales y consonantes, aunque luego me di cuenta de que aquello la tuvo que sonar a chino. Conforme iba pasando la hora, era cada vez más consciente del nivel cero del que partíamos. Le dije que se tenía que centrar en la primera sílaba porque, por ejemplo, para ella, la “o” de oveja, la vocal era “ve”. Ella me miraba con los ojos bien abiertos, escuchando cada palabra que decía, pero también me di cuenta de que no tenía ni idea de los que era una sílaba, así que cambié y hacía referencia al comienzo de la palabra.

A los quince minutos de estar con estos primeros dibujos, quise pasar a la página siguiente, por aquello de hacerlo más dinámico y ver otros dibujos. Le pregunté y me dijo que no, que estaba bien con los dibujos de esa página y que si no, se haría más lío. Entonces fue cuando intenté ponerme en su lugar, y me imaginé aprendiendo el alfabeto chino y entendí a la perfección que no quisiera dibujos nuevos, primero tenía que relacionarlos solo con los que ya teníamos.

Estuvo escribiendo las vocales en un cuaderno que me recordó a mi niñez, esos que tenían dos rayas juntitas para que se escribieran las letras entre ellas. De esos que ves ahora y te resulta incómodo el pensar en escribir allí, o incluso si escribieras, harías caso omiso de encajar la altura de las palabras en esas dimensiones, porque tu letra es tu letra. Pero para ella, era perfecto porque así cogía el tamaño de las vocales y las escribía todas del mismo tamaño, aunque alguna se le iba a Burgos. No he visto forma más extraña de hacer la "e", le dije que era una letra muy fácil y se la escribí yo para que la repitiera, pero no hubo manera, así que desistí y pensé, ya tendrá tiempo de mejorarla, no me voy a quedar con el detalle.

Las vocales las hacía muy despacio. Al principio pensé en decirle que la “o” era como el cero, para que se aprendiera un número también, pero se me había olvidado que la “o” cuando la aprendes por primera vez, tiene un rabito hacía arriba que pasa por la parta de arriba de la vocal.

Cuando llevábamos cuarenta minutos tuve la sensación de que la salía humo de la cabeza y le pregunté que si estaba cansada y me dijo que no mientras casi se le salían los ojos de las órbitas, como diciéndome con la mirada lo feliz que era por haberla brindado esta oportunidad. Desde luego, me demostró que tenía muchas ganas de aprender aunque no va a ser tarea fácil. Lo bueno es que enseñar a alguien que está dispuesto a poner todo de su parte a toda costa es muy gratificante, y más cuando has tenido un día de trabajo sin trabajo y sales de la oficina con la sensación de haber perdido el tiempo durante todo el día.

Ella se piensa que yo la estoy haciendo un gran favor, pero de lo que no es consciente es que el favor me lo está haciendo ella a mí también, que yo disfruté ayer más que ella, y que me resultó mucho más provechoso e interesante los sesenta minutos en su compañía que mis ocho horas laborales. Algún día se lo explicaré, aunque creo que va a ser como intentar explicarle de nuevo de qué color es el caballo blanco de Santiago.

1 comentario:

Ana dijo...

Estoy orgullosa de ti Maria.
Lo vas a hacer muy bien.